Doñas que lloran por las noches, fulanos sin cabeza, chamacos espectrales y voces que provienen del más allá, son parte de las leyendas propias de nuestro querido Centro Histérico de la la Ciudad de México, mejor conocida como Smoglandia.
Pocos son los que conocen la historia macabra que a continuación menciono. Si son valientes y no les da meyo, sigan leyendo.
Cuenta la leyenda que en la calle de Bolívar (en donde ahora venden unas tortas de bacalao que están de rechupete) vivía un anciano con su hija. La muchacha salía todas las tardes a comprar las teleras que pasaba vendiendo en su bicicleta el panadero, o las quesadillas de flor de calabaza -que sacaba- calientitas una señora en el portón de al lado. Una calurosa noche de verano, el anciano pidió a la muchacha que comprara la merienda. Ella aburrida de comer lo mismo, caminó pensativa hasta la esquina y ahí fue que lo vio por primera vez. Se trataba de un joven rubio que empujaba un carrito de algo que olía bien pero que ella nunca había visto. No pudo evitar la curiosidad y preguntó al joven qué clase de embutido con pan era ese. Él contestó que se llamaban "hot dogs" y que eran lo de moda en los Estados Unidos. La muchacha le compró dos con el dinero que le dio el anciano. Al llegar a casa, el viejo la reprendió por andar comprando "porquerías" a un desconocido, las cuales de paso ni siquiera eran producto nacional. Pese al castigo, había quedado maravillada con el sabor de aquel alimento que ya consideraba un manjar. Cansada de la salsa verde, añoraba volver a probar la catsup. Sin embargo, sabía que si volvía a caer en la tentación, las consecuencias podrían ser terribles. Entonces, comenzó a ver al joven del carrito a escondidas, pero tanto el panadero como la quesadillera, celosos al ver que sus ventas disminuían, fueron de chismosos a contarle al anciano. Incluso le inventaron, que el güerejo tenía planeado robarse a la muchacha para casarse con ella en el otro lado.
El viejo encorajinado ideó un plan macabro para deshacerse del intruso. Pagó unas monedas al panadero para que le diera cuello. La señora del portón se ofreció para esconder el cadáver en el sótano de su casa. Para cerciorarse de que la hija no fuera a echarles a perder el plan, el anciano la mandó a comprar flores al mercado de Jamaica y el infeliz no le dio para el taxi. El lunes por la noche, el panadero fue a la esquina a decirle al joven que la señora de las quesadillas no podía descuidar el comal, para que entonces fuera a dejarle cinco hot dogs a su casa. El güero, sin imaginar lo que iba a pasar, fue hasta el lugar, en donde ambos cómplices lo maniataron, le aventaron el aceite hirviendo de las fritangas en la cara y luego le quebraron la cabeza con el molcajete. Siguiendo el plan, aventaron el cuerpo en el sótano.
Durante el resto de la semana, la muchacha se preguntó qué habría pasado con el joven cuyo carrito fue encontrado abandonado en la calle de Regina. No tuvo más remedio que seguir comiendo teleras y quesadillas. Pero el viernes por la mañana algo sorprendente sucedió. Uno de los vecinos se quejó del fuerte hedor que llegaba hasta la calle proveniente del sótano de la quesadillera. Ella dijo que se trataba de unas tortillas rancias pero la policía insistió en bajar a revisar. A la mujer casi le da un patatús al ver que el difunto había desaparecido.
En cuanto se fueron las autoridades, la vieja corrió a avisarle al panadero. El homicida, que andaba desvelado y crudo, la tiró de a loca, y prefirió ir a seguírsela en una cantina en donde estuvo hasta media noche bebiendo pulque y mezcal. Al salir caminó por la calle de Donceles y al dar la vuelta en Isabel La Católica, que se infarta al chocar con ... ¡El joven del carrito! ¡Era él, con la cara chamuscada y tremenda rajadota en la cabeza que lo asemejaba a una alcancía siniestra! Al día siguiente, la noticia del fallecimiento del panadero hizo que el anciano fuera a ver a la señora para saber si ella estaba bien. Tocó el portón y al darse cuenta de que estaba abierto, entró para confirmar sus sospechas. La quesadillera yacía muerta boca abajo en el piso sobre una mancha que parecía sangre pero que en realidad era catsup. Giró el cuerpo y horrorizado, encontró clavado en su pecho un hotdog con mayonesa y harta mostaza. Al salir de la casa, al anciano ya lo esperaba la policía para detenerlo por el asesinato de la vieja, del panadero y de Álvaro Obregón.
Desde esa noche, los panaderos ya no pasan por Bolívar después de las diez, y a las quesadilleras les vale queso lo sucedido.